Un cortocircuito formidable. De los Kinks a Merzbow: un continuum del ruido, de Oriol Rosell (Alpha Decay) | por Juan Jiménez García

Oriol Rosell | Un cortocircuito formidable

Para quienes seguimos habitualmente las aventuras radiofónicas (o similares) de Oriol Rosell, Un cortocircuito formidable. De los Kinks a Merzbow: Un continuum del ruido, solo puede ser una consecuencia lógica. Como otra pieza más en ese conjunto que forman La història secreta, La biblioteca inflamable o antes, mucho antes (aunque más próximo al libro), Tácticas de choque, aquel proyecto autogestionado. Hay más piezas, que incluyen sus aventuras propiamente musicales, pero quien lea el libro y escuche estos programas o viceversa, encontrará nombres y preocupaciones (y no solo el icónico Mark Fisher), que giran, se expanden o se contraen, según las semanas y las circunstancias. No hablamos, no solo, de una historia del ruido. Porque tampoco en este libro se trata de esto. Como el lema de los jóvenes cineastas del free cinema inglés, podríamos intentar resumirlo en dos acciones: salta y empuja. El ruido es el salto, el primer gesto, lo obvio por presente.  El empujón es aquello que realmente se busca. Derribar, hacer caer a los otros, a esos otros constituidos como sociedad. Así, la historia pasa desde las inofensivas distorsiones de los Kinks en You Really Got Me a Hanatarash y Yamantaka Eye intentando destruir con una excavadora la sala del concierto. Es decir, un camino paralelo entre la construcción del ruido y la destrucción de todo lo demás, en el que conforme aumenta uno, mayores necesidades hay de lo otro. Es contracultura porque la cultura es lo que tienen más a mano para derribar, hasta que esa contracultura entra en una espiral en la que ya busca derribarse a sí misma, como algo inevitable. Muchos años después, el dadaísmo ha resucitado, y sigue vigente el tremendo esfuerzo físico y mental que requiere reducirlo todo a la nada. Una nada que, para poder constituirse plenamente, necesita cruzar una y otra vez los límites alcanzados y sobrepasados por otros. No es ajeno a todo esto que el último grupo-personaje sea el incontinente Merzbow, cuyo nombre viene de Merz y Kurt Schwitters. En definitiva, una historia de la insatisfacción. A los insatisfechos, dedica Rosell el libro. Esos insatisfechos que, obvio es decirlo, son eternos perdedores. 

Intentar desmontar el libro se me antoja un ejercicio estéril. Intentar, ni tan solo, extraer dos o tres cosas que creemos saber de él, también. Lo fascinante de Oriol Rosell, aquello que nos hace seguirle semana tras semana buscando nuestra dosis de lugar revelado, de lectura encontrada, de música, ruidosa o no, es su capacidad para hilvanar una historia del mundo (o el submundo, o el submundo del submundo, ese continente apenas emergido). En el libro es exactamente la misma propuesta: una historia tranquila de la agitación. Una historia tranquila en el fondo, pero llena de ese furor y ruido del que escribía Shakespeare, y que sirve de cita al epílogo, aunque no deje de atravesar toda la obra. Aunque siempre nos quedemos con esta parte, lo fascinante es precisamente el final de la frase: que nada significa [la vida]. Porque es en ese momento cuando volvemos la vista atrás. Nos llegan destellos, iluminaciones, cenizas de tantos y tantos incendios, resplandores de cosas que aún arden, a lo lejos, cuando veía aquellos pavorosos incendios como contornos de montañas en el horizonte. Desde esas distorsiones a los bloques de ruido sin intervención, desde el azar del estudio a la perfomance o incluso a la vida como perfomance, asesinatos rituales incluidos. Toda esa brutal (y esa es la palabra) historia paralela de la música (no música), de la destrucción (física, mental), de la desmesura, de ser más grandes que, sonar más alto, más alto, para encontrarnos en esa falta de significado. De nuevo, Dadá y la nada. ¿Qué quiere decir el ruido? Nada, luego todo. Cuando mezclamos todos los colores, el resultado es el blanco. Nota al pie: el negro no es un color, sino la ausencia de color.


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